sábado, 12 de octubre de 2013

Slabetzat, la princesa maya



Mi madre me peinaba cada mañana, nunca dejaba que lo hiciera Tzetsdotal.  Decía que la cabeza de una niña no puede dejarse en manos de una criada. Primero me metía los dedos en el pelo enmarañado y luego con un peine de dientes de coral estiraba mi cabello rubio. Antes de dejarme en manos del sacerdote Pretabordet, me susurraba al oído que siempre sería su hija estuviera donde estuviera. Que jamás podría romperse nuestra unión, como ella seguía unida a su madre.

Pretabordet por aquel entonces no tenía el poder que con los años llegaría a albergar, tras la muerte de mi padre. En aquella época de oscuridad y cielos turbios en los que la sequía abandonó la gracia de nuestros campos y las mujeres empezaron a parir niños muertos. Pero eso fue mucho tiempo después de que yo me fuera, mucho tiempo después de que el joven Pretabordet, iniciado a su vez por su abuelo en el arte de la interpretación divina, me preparara para el gran día. Y ya que tengo esta oportunidad, me gustaría recordarlo con cariño aunque ya no quede nadie que lo haga pues con el paso de los años se volvió intransigente, inflexible y tan férreamente dogmático que ni la pureza de toda la sangre que vertió en semanas y semanas de sacrificios a los dioses pudo calmar su alma torturada. Conmigo fue delicado, cuidadoso y me enseñó lo poco que sé de aquel mundo en el que viví y morí hasta mis trece años. Y me regaló también simples consignas para sobrevivir a los primeros impases de soledad en este mundo de luz y soledad en el que ahora me hallo.

En aquellos días, después de mis encuentros con Pretabordet y sus cánticos y rezos a la madre Luna, regresaba a la plaza pública bajo la atenta mirada de mi madre y todo el séquito de nodrizas, criadas y la guardia que nos protegían para jugar con las hijas de los lugartenientes de mi padre. A media mañana, cuando el sol brillaba con más fuerza, llegaba Tardovite y su hermano con la bandeja de frutas y se arrodillaban ante mí. Tardovite tenía una mirada negra y transparente que todavía ahora me acompaña en mis ratos de tristeza y añoranza. Conocí la historia de los dos hermanos a través de mi nodriza Tzetsdotal.

- Son los hijos del primer hombre que Pretabordet sacrificó a los dioses. Antes de segarle el cuello y dedicarle su sangre a los campos, le concedió un deseo. El hombre pidió vida para sus hijos. Pretabordet es un hombre de palabra.

- ¿Cómo se llamaba ese hombre, Tzetsdotal?

- Querida Slabetzat, los hombres que se sacrifican a los dioses no solo entregan su cuerpo, también entregan su nombre.

- Pero yo voy a ir al encuentro de los dioses pronto, ¿también tengo yo que entregar mi nombre?

Dos días antes de mi ofrenda, me despertó el llanto desconsolado de mi madre. Se parecía mucho a los llantos de las nodrizas cuando tenían hijos. Como si algo se rompiera por dentro. Me deslicé por el pasillo mientras Tzetsdotal dormía y me asomé al umbral para ver a mi madre. Arrodillada a los pies de mi padre, le arañaba las piernas con terror mientras no hacía más que repetir 'tu puedes ofrecer a otra, tú puedes ofrecer a otra'. Mi padre parecía una estatua. No se movía. Ni siquiera cuando de sus piernas empezó a brotar sangre.

Pretabordet vino a mi cámara, retiró las ropas y me tocó la mejilla. Abrí los ojos y me encontré con su sonrisa. 

- Ha llegado el día, querida Slabetzat.

Tzetsdotal y las otras mujeres me vistieron con las túnicas sagradas, me coronaron con las hojas de papaya y esparcieron unos granos de tierra entre mis cabellos, tal y como manda la tradición. Luego Pretabordet me dio la mano y salimos a la calle. Me impresionó ver a mi pueblo en completo silencio cediéndonos el paso hasta la pirámide central. Ascendimos las escaleras como había estado ensayando en los últimos meses, de espaldas a la cúpula. La ceremonia fue preciosa. Los cánticos que Pretabordet y el resto de sacerdotes dedicaron a los dioses el día de mi entrega despertaron los suspiros de toda la corte. De reojo pude ver cómo mi padre rozó el brazo de mi madre. Creo que se sentía orgulloso de la madurez que estaba demostrando frente a todo su pueblo. Cuando el sol estuvo allá en lo alto, mi padre y mi madre, como ordena la tradición, se levantaron y uno a cada lado me cogieron de la mano para seguir el paso de Pretabordet, que encabezaba la comitiva.

Del camino hacia el cenote solo recuerdo los pájaros trinando y los ojos de las iguanas inmóviles en el vacío. Siempre me han gustado mucho las iguanas. Mi madre me explicaba que de bien pequeña me escapaba de la vigilancia de Tzetsdotal y cuando me encontraban, acostumbraba a estar hablando con alguna de ellas. Al llegar al cenote, Pretabordet tomó la hoja sagrada, la partió en cuatro mitades y la repartió entre mis padres, él y por último, me introdujo el cuarto cachito debajo de la lengua. Antes de sentir el agua fría, recuerdo que aparecieron Tardovite y su hermano con todos mis juguetes y mi dote como consorte de los dioses. Pretabordet ordenó que lo introdujeran todo con cuidado en las aguas verde oscuro del cenote. Tardovite aprovechó el giro de la despedida para mirarme por última vez y vi cómo le resbalaba una lágrima por la mejilla. Sé que antes de bajar a las profundidades del cenote y entrar en el túnel sagrado, les sonreí a mis padres, y no cerré los ojos, tal y como me había dicho Pretabordet que hiciera.

- Los dioses deben saber que lo haces con amor y porque quieres hacerlo, tu pueblo lo necesita y una princesa se debe a su pueblo.

La muerte de Pretabordet estuvo rodeada de misterio. Muchos lo odiaban. Con los años, la avaricia y el poder habían corroído todo lo bueno que una vez tuvo. Se acusó al sacerdote Hertzadotz de su asesinato, pero no fue él. Tardovite nunca le perdonó que me enviara a la muerte. Jamás entendió que Pretabordet no solo me ofrecía a los dioses en clara ofrenda por nuestro pueblo, sino que se aseguraba mi regreso a este mundo con un alma purificada. Ojalá algún día volvamos a encontrarnos, así tendremos la oportunidad que nunca tuvimos entonces.